Comentario
Fernando de Antequera, convertido por el Compromiso de Caspe en Fernando I de Aragón (1412-1416), recompensó a sus fieles e intentó atraerse a sus oponentes, pero Jaime de Urgel, que no parece haber sido un hombre de gran talla política, no supo aceptar la derrota. Empujado por los malos consejos de sus familiares y aliados (de Antón de Luna sobre todo), se sublevó en 1413, mientras el rey tenía Cortes en Barcelona, lo que constituía una flagrante violación de las constituciones. Como no podía ser de otro modo, los estamentos secundaron al monarca que dominó la revuelta (asedio de Balaguer, 1413), y el derrotado se libró de la decapitación, pero perdió sus bienes y fue encarcelado de por vida.
En política interior, el hecho más sobresaliente de este reinado fue el inicio de una larga batalla por el poder entre la nueva dinastía, que quería avanzar hacia el autoritarismo, y los estamentos catalanes, que querían consolidar si no ampliar el pactismo imperante. Era ya un viejo debate, agudizado si se quiere por el hecho de que los Trastámaras pisaban un terreno desconocido para ellos, y los estamentos, que quizá pensaban que habían hecho (o consentido) al rey, probablemente esperaban sacar partido de ello.
De hecho, las primeras Cortes del nuevo rey en Cataluña, las de Barcelona de 1412-13, le arrancaron importantes concesiones que pretendían situar el gobierno real del Principado bajo el control de las Cortes o de su emanación, la Diputación del General. Cuando en las Cortes de Tortosa-Montblanc, de 1413-14, los estamentos le plantearon nuevas reivindicaciones quedó claro que Fernando I se enfrentaba a una auténtica ofensiva pactista que pretendía incluso deshacer la política de recuperación patrimonial iniciada por Martín el Humano, independizar relativamente el poder judicial y evitar toda injerencia del monarca en los nuevos conflictos entre señores y campesinos. Alarmado por tales reivindicaciones, el rey disolvió las Cortes sin llegar a ningún acuerdo. Murió dos años más tarde sin haber rehecho el diálogo. Como dice J. Vicens, "detrás de su figura se levantaría pronto el espectro de la guerra civil".
El reinado de Fernando I había sido corto; el tiempo justo para tomar contacto con la realidad de la Corona. El de su hijo y sucesor Alfonso el Magnánimo (1416-1458) sería largo y difícil, al menos en lo tocante a sus relaciones con los estamentos catalanes. Jefe del clan Trastámara aragonés, Alfonso tendría que dividir sus esfuerzos entre sus Estados peninsulares, donde siglos de pactismo reducían su capacidad de acción; el Mediterráneo, donde debía defender las posiciones de la Corona y veía posibilidades de desarrollar una acción política propia, y Castilla, donde la familia tenía sólidas posiciones, susceptibles de llevarle a un cierto control del conjunto peninsular. Pero, una vez más, el coste de las ambiciones políticas de la monarquía en el exterior habría de repercutir negativamente en el interior.
El Magnánimo comenzó su reinado convocando Cortes en Barcelona (1416), donde esperaba obtener subsidios para seguir la lucha contra Génova, pero los nobles, descontentos porque la monarquía proseguía su política de recuperación patrimonial, y de autorización de sindicatos remensas, y porque se rodeaba de consejeros castellanos, rehusaron contribuir y, en cambio, reclamaron contra esta política y plantearon un conjunto de reformas constitucionales que el monarca desoyó. Se trasladó entonces a Valencia, donde sus demandas de ayuda para la política mediterránea iban a encontrar mejor respuesta. Dispuesto a partir para Italia, volvió a tener Cortes con los catalanes en Sant Cugat y Tortosa (1419-20), donde, necesitado de dinero para la expedición, cedió a reivindicaciones de la Iglesia, frenó la política de recuperación patrimonial y prometió resolver determinados agravios, a cambio de lo cual recibió un donativo. No obstante, los estamentos querían ir más lejos en la consecución de sus ideales pactistas: querían que los cargos civiles y eclesiásticos se reservaran a los naturales del país, que el consejo real fuera designado con la intervención y aprobación de las Cortes, que la Real Audiencia, creada en el siglo XIV, fuera independiente del monarca y que careciesen de fuerza legal las disposiciones reales contrarias a las leyes de la tierra (usatges y constituciones). Alfonso, que no estaba dispuesto a compartir el poder con las Cortes, disolvió la asamblea y partió hacia Cerdeña. No volvería hasta finales de 1423.
En ausencia del Magnánimo, ocupó la lugartenencia su esposa, la reina María, que quiso reimpulsar la política de recuperación patrimonial autorizando las asambleas campesinas, encargadas de recoger el dinero necesario. La alarma que esta iniciativa reformadora ocasionó entre los estamentos, temerosos de la ruptura del statu quo jurisdiccional y agrario, incidió en las Cortes de Tortosa-Barcelona, de 1421-23, reunidas por la reina para obtener subsidios con los que ayudar a la política italiana de su marido. Los estamentos le ofrecieron, efectivamente, ayuda, pero le obligaron a frenar la política reformadora, transigir en todas las reivindicaciones pendientes desde el reinado anterior, y aceptar que la Generalitat se convirtiera en defensora y guardiana de las leyes de la tierra contra cualquier extralimitación del rey y sus oficiales. Durante las sesiones, las ciudades y el estamento eclesiástico actuaron unidos para romper las resistencias de la reina, pero la nobleza se dividió en un sector moderado y realista (encabezado por el conde de Cardona) y un sector radical antirrealista (encabezado por el conde de Pallars), división que creó situaciones de gran tensión, y que quizá ya procedía de la época del interregno.
Cuando las Cortes fueron clausuradas, la autoridad real había perdido posiciones irrecuperables y el cisma nobiliario amenazaba con una guerra civil.